Público alemán partiéndose
de risa en 1946 con The Great Dictator
(El gran dictador 1940)/foto Bettman Corbis.
La columna del agudo y
brillante Jesús Mota este domingo en El País
me ha hecho reflexionar sobre algo de lo que hace tiempo quería escribir. El artículo
del periodista bilbaíno versa sobre la última polémica con Netflix en el Festival de
Cannes. El asunto es que esta empresa estadounidense pretende saltarse las
normas para optar a concurso y no entiende que previamente tiene que estrenar
en sala la película en cuestión. El bueno de Jesús Mota (recomiendo la lectura
de su estupendo articulo) nos recuerda lo maravilloso que resulta la oscuridad
de una sala, como ahí y en ningún otro lugar logramos esa comunión con la sábana
blanca y al mismo tiempo reflexiona sobre las nuevas tecnologías y la manera en
que están afectando a lo que entendemos por ver una película. Si bien
la columna periodística me parece de lo más acertado si es cierto que hay un
pequeño matiz con el que ya no estoy tan de acuerdo. Desgraciadamente no todas
las películas pueden disfrutarse en pantalla grande, la mayoría de lo que
conocemos por clásicos los hemos visto en el salón de nuestras casas y no por
ello estamos más o menos capacitados para analizarlas o reflexionar sobre ellas.
Es más, creo que ya estoy empezando a cansarme (¡ojo!... esto no va por Jesús
Mota) de cierta critica pedante, del que escribe para su yo interior y que al
final acaba realizando circunloquios y demás juegos florales que lo único que
provocan es confusión para el lector. Hace ya algún tiempo que voy por libre,
aunque si es cierto que todavía les pego un vistazo a modo de información y
poco más. Me declaro un apostata de la cinefilia, incluso diría
que esta palabra nunca me ha gustado, me suena a enfermedad venérea. Lo dicho,
disfruten del cine, en el fondo de eso se trata.
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